Los traductores hacen cosas*

La realidad puede llegar a ser desagradable. Por eso la naturaleza, en su infinita sabiduría, nos ha dotado de imaginación y vello púbico. Toda ficción se sostiene sobre eso que se ha dado en llamar principio de suspensión de la incredulidad. Es decir, imaginación. Tú me cuentas un cuento y yo me lo creo. Es lo que nos permite ponernos en la piel de personajes que nada tienen que ver con nosotros y transitan por mundos que jamás veremos, habitar el incansable deseo de ser otro, vivir eternamente encarnando otras vidas. Pero hete aquí que a veces el hechizo se rompe y la ficción revienta por las costuras. Hay autores que abusan del principio de suspensión de la incredulidad, que fuerzan los términos del acuerdo tácito con el lector y lo abocan al descreimiento y la indiferencia, que es la muerte de cualquier ficción. También hay lectores que compran una irrealidad de todo punto inverosímil pero rechazan otra más cercana a la suya si ésta comete el sacrilegio de cuestionar su concepción del mundo o incurre en el grosero delito de escocerles la conciencia. Cuéntame un cuento y verás qué contento. Y luego hay elementos del propio texto que ejercen el efecto no deseado de arrancar al lector, de cuajo y sin contemplaciones, de esa otra realidad a la que se había entregado tan ricamente. Entre esos elementos figura, qué duda cabe, la denostada nota del traductor, esa antipática intromisión que nos recuerda sin la menor delicadeza que somos lectores vicarios de otro lector, tan subjetivo como nosotros a la hora de interpretar las palabras del autor, y por tanto susceptible de equivocarse y equivocarnos. Porque el acto de traducir siempre implica desconfianza, seguramente desde el momento mismo en que el primer humano se vio en la necesidad de agenciarse un intérprete (alguien necesariamente a caballo entre dos mundos, dos realidades, y por tanto sospechoso) y comprendió —con una perplejidad que quedó grabada a fuego en su ADN— que había formas distintas de nombrar la misma realidad. Zas. Sólo así se explica que el mito y el chascarrillo del traduttore traditore se haya perpetuado en el tiempo y se invoque a las primeras de cambio cada vez que algún desaprensivo se pone a discurrir sobre la traducción. Quod erat demonstrandum.

Y ahí es donde queríamos llegar, a ese momento incómodo en que el lector se ve expulsado del edén ficcional y obligado a recordar que, mira por dónde, ese texto no se escribió en su lengua materna, sino que pasó por los ojos y las manos de otro escritor —vicario él también— antes de llegar a los suyos. En el mejor de los casos, esa nota le aportará información pertinente y valiosa para la comprensión del texto, en el peor sólo dará fe de la pedantería o la condescendencia del traductor, y todos conocemos ejemplos admirables y delirantes de ambos casos. Pero ese momento de extrañeza siempre, siempre, situará al lector en un plano distinto, tensando el principio de suspensión de la incredulidad —me creo lo que me cuentas y me creo lo que me cuenta el traductor que me cuentas— y por tanto obligándolo a un doble esfuerzo para volver a sumergirse en la historia. Y eso está bien. Eso es bueno. Porque la invisibilidad del traductor (otro gran mito) sólo es posible, sólo es perfecta, si traiciona el original en algún momento, haciendo bueno el mito del traduttore traditore, y su irrupción en la lectura como elemento a la vez intrínseco y ajeno a la misma es señal de que se está respetando la otredad del texto original. La imposición a machamartillo de una supuesta «naturalidad» —lo que en el mundillo editorial se viene llamando «planchar un texto» o reducirlo al «traductés» (lenguaje supuestamente literario expurgado de toda extrañeza, riesgo y, en última instancia, emoción) supone empobrecer la traducción y la literatura universal que a través de ésta fluye y refluye en una dinámica de vasos comunicantes.

Cada vez que el traductor asoma la patita y le dice al mundo que está ahí (¡hola, mundo!) le está recordando al lector que la realidad —como la ficción— tiene sus recovecos y aristas, que se resiste a una lectura única, que no todo se reduce a la dicotomía pastilla roja o pastilla azul y que hay cosas imposibles de reproducir —que no de traducir— que por eso mismo requieren un aparte, un guiño cómplice al lector. Pero, por encima de todo, el traductor le está diciendo al mundo que existe en cuerpo carnal. No por un desmedido e injustificado afán de protagonismo o notoriedad, no porque aspire a tener la misma consideración que el autor, sino porque el ninguneo del traductor, su invisibilidad sobre el papel, lo condena a una precariedad en la vida real a todos los niveles (intelectual, laboral, económica, vital) cuya primera víctima es la calidad de los textos traducidos. Esos que, no lo olvidemos, constituyen una parte nada desdeñable de lo que que se publica en España (véase, al respecto, el Informe del valor económico de la traducción editorial) y apuntalan una industria, la editorial, que aporta el 39,1% del PIB de un críptico «conjunto de actividades culturales» (sic) según el Informe del libro en España, 2013-2015, publicado por el MECD.

Así que los traductores nos proponemos asomar la patita y hablar desde esta ventana de una realidad híbrida y siempre cambiante en la que vivimos instalados y que nos hace ir por la vida con cara de sociópatas, barruntando la forma de reproducir un endemoniado juego de palabras mientras besamos apresuradamente al niño a la puerta del cole, buscando ese adjetivo que se nos resiste como gato panza arriba mientras empujamos un carrito lleno de cosas que no figuraban en la lista de la compra y, en general, fingiendo ser como el resto de los seres humanos. Porque la traducción es la forma de lectura más completa que existe, y urgen otras formas de leer la realidad.
P.d.: La próxima semana hablaremos de tarifas.

*Artículo publicado originalmente en la revista Ctxt.

Translate »